No hay mejor discurso, que aquel cuyo propósito original se halla para enfrentar determinadas causalidades, e intención de transmitir un tipo de interpretación, reinterpretación y reconfiguración en la búsqueda de otro, que aunque distante, pueda responder de algún modo el cuestionamiento de la realidad in situ, o al menos de la vivencial en aspectos propios sin mayores ni menores complicaciones, sino diferentes.
Jules Cotard, tras el etiquetado de Mademoiselle X como su primer caso con le délire de négation, no estuvo ni cerca de imaginar que varios siglos después, su realidad (consecuencias mediante), viajaría hasta nosotros sin que nuestros cuerpos, asintomáticos a su clasificación, fuesen parte de un mismo escenario o de alguna cronología común, menos, que su apellido definiera en algún momento de la historia el destino de tantos protagonistas.
Puede ser que este prefacio, se lea casi galimatías, pero lo cierto es que en el Síndrome de Cotard (Ediciones Loynaz, Colección El Fausto, 2019), libro de la autora Anisley Miraz Lladosa, se reúnen once cuentos, en una relación de contenido que en su totalidad, recorren una línea temporal que sí entendemos por continuación lógica de eventualidades, o sea, inicia una línea cronológica que parte de un ambiente rural cercano a nuestra realidad conocida, comprobada, hasta una actualidad que incluso presente, no percibimos porque no se acerca ni recrea circunstancias de nuestra propia vida.
Pero estas historias aunque de rápida y fácil lectura, no son por ello menos profundas, provocativas, perturbadoras, hasta el punto de que la coexistencia entre personajes y lectores siembra en estos últimos una perplejidad casi permanente propia del cuestionamiento a lo real, a partir de que ellos [los protagonista], están socialmente conectados incluso en su propio distanciamiento, sufren del mismo mal, ahora reconfigurado en espacio-tiempo, pero, ¿conscientes de la inexistencia?, ¿incertidumbre ante la existencia?, la constante filosófica de: ¿Qué es más importante el ser, el pensar, la permanencia en el mundo real cuya realidad solo existe desde sí, para sí, sin que haya una colectividad que pueda comprenderlo?, ¿el cuestionamiento al mundo cognoscible con percepciones válidas solo para quien lo sufre?
De tales historias, con estos personajes de trama oscura –donde es necesario detenerse y respirar– el aire se llena de ruidos, olor a algo podrido, sucio, a dolor y miedos, a alcohol y mierda, a sexo y violencia, y arquitectura de hombres y mujeres que traicionan lo que callan: síntomas psicóticos, esquizofrenia, psicosis por complicaciones médicas, post-traumáticas o a tóxicos, la existencia de seres superiores, una realidad alternativa de difícil comprensión para aquellos que aún se preocupan por hechos tan “banales” como alimentarse, cumplir normas sociales, de etiqueta, de comportamiento que ya no tiene ningún sentido porque no hay una razón que obligue a quien no existe a cumplirlo.
La respuesta a estos enigmas está en cada historia, pues van hilándose de manera singular en sus interconexiones. Once puntos de vista sobre un mismo aspecto, una definición social que bien mirado, se expresa en aspectos cotidianos.
Así Miguel Martín, la mujer embarazada que se acuesta con el ambulanciero, la muchacha violada, los que van de velorio en velorio, Salma que no es Salma pero que vive y goza como si fuera ella en la habitación equivocada con el hombre equivocado, los fotógrafos, la mujer lujuriosa, la de los corchos con nombres de amantes, el verdulero y la filosofía popular, el veterano de Angola, absolutamente todos, tienen en común una percepción y un resultado antagónicos de la vida que quisieron construir, ahora en su realidad, sus consecuencias, su aire que ahora será el nuestro se respira el ruido, la desesperación, la dispersa caligrafía que la autora nos ha dejado en estas páginas como si escribiera el nombre de su último amor en la arena.