Los gallos se encontraron de frente con el instinto de supervivencia en los ojos y el brillo inusual que denota su naturaleza asesina. Los dos lanzaban sus espuelas desesperados, sin titubeos. Las mejores apuestas eran para el Pinto, famoso por dejar en otras peleas a cinco gallos ciegos y cuatro muertos, el Jabao sin embargo, lucía casi insignificante y apenas cargaba cuatro peleas donde ganó fama de corredor. Sus dueños se encargaron, esta vez, de afinar bien las espuelas, con toda esperanza de que con esas armas y un poco de suerte, pudiera ganar.
Fuera del ruedo, otros gallos esperaban turno, mientras los dueños discutían sobre alimentación o linaje. Y un mercado de “izquierda” encargado de la sed de quienes apostaban.
Cuando el cansancio comenzó a mellar fuerzas y la resistencia era la carta de triunfo, el Pinto con un acierto de tres espuelazos sobre el Jabao, uno de ellos en un ojo, que aunque sangrante, no parecía impedir su visibilidad. Después de diez vueltas en el ruedo y sus picos abiertos mostraban la sofocación. El Jabao, buscaba cansar a su oponente y de vez en vez se viraba para sorprenderlo y darle un golpe fulminante. Hasta que en su estrategia atinó en la cabeza de su enemigo para dejarlo medio muerto.
Los que apostaban por el Pinto se enfurecieron, maldijeron al gallo que tirado en el suelo se esforzaba un gran esfuerzo por levantarse y continuar peleando; en tanto, los que apostaban por el Jabao vieron los cielos abiertos y doblaron las apuestas.
Cinco minutos faltaban para que uno de los dos quedara muerto o tendido en la tierra; ya sin fuerzas y solo su instinto los hizo tirar espuelas al aire como último recurso.
La discusión comenzó entre los apostadores; los gallos no atacaban y el dinero no podía quedarse en zona neutral. Los gritos fueron exaltando los ánimos, luego la tierra se levantó de tal manera, que no se distinguían los cuchillos, los machetes, la sangre. Hasta que una voz dio la alarma, la policía se acercaba, todos comenzaron a mezclarse con el monte, huir como fuera posible. Cuando el polvo tomó su lugar, solo se distinguían dos bultos sobre el suelo, sangrantes, jadeando…, y quedaron las sirenas, el silencio.
