Para B., siempre
(…) Anoche se me ocurrió mirarme en este espejito, y te aseguro
que era tan terriblemente difícil que casi me tiro de la cama.
Imagínate que te estás viendo a ti mismo; eso tan solo basta para
quedarse frío durante media hora. Realmente ese tipo no soy yo, en
el primer momento he sentido claramente que no era yo. Lo agarré
de sorpresa, de refilón, y supe que no era yo. Eso lo sentía, y cuando
algo se siente… (…)
El perseguidor, J. Cortázar
Parece que, después de todo, piensa hacerlo. Eso intuyo mientras el aura tiñosa planea bajo, casi a la altura del parabrisas, y luego se posa en el saliente de la roca. Es feo el bicho. Lo miro fijamente mientras aletea y menea su cabeza hecha como de tripas, rojas, blandas, asquerosas. Da miedo. La voz del locutor marca una cadencia angustiosa, un tiempo demasiado histórico que se riega por todas partes y la hace inclinarse sobre mis rodillas hasta atrapar la tecla del volumen. Y bajarlo más aún. Hay algo de contrariedad en sus gestos, un leve timbre de resignación. Días atrás, quizá por experiencia, pensé que ella no podría. Ahora no, ahora poco a poco la voy creyendo capaz de hacerlo. Lo pienso además, porque antes de voltearse para dar una ojeada a ver si hay alguien, sus ojos lucían una marca de agua, un repaso cariñoso. ¿Lo hará? Ese pájaro horrible vuelve a mirarnos como para comprobar si respiramos todavía. ¿Y qué hay con los otros?, me pregunta rompiendo la orquesta que se colaba a tumbao lento desde la reproductora y por respuesta yo casi le hago esa mueca queriendo decir, los otros seguirán ahí, qué importan los otros. En cambio le digo, no lo sé, Chiquita. No lo sé porque veo a los otros hundirse en esa tristeza de su voz, como clavados en un cuadro de Ponce, tal si estuvieran muertos. Ahora que ha parqueado el carro en dirección a la pendiente voy delineando su perfil con un dedo imaginario y, a la vez, contemplo el mar. El mar le luce de fondo, le queda. Los abogados no saben bailar, lanzó a boca de jarro aquel día en casa de Nina, mientras machacaba a Rafa en la rueda de casino, y fue la primera vez que vi sus ojos carmelitas subiéndome por las paredes, fue la primera vez que le oí hablar mal de los abogados. Nina sirvió unos tragos, Rafa repartió los abrazos de rigor y entre tanto y tanto asistimos al manoseo cariñoso de sus dos cuerpos regordetes, como ositos tiernos que son, haciéndole creer a uno que la felicidad solo puede ir por ese camino de ellos. Que si las leyes les rinden, dijo ella. A Rafa y a mí nos dio risa, una risa cómplice que compartimos días después en la oficina, a esa hora de la tarde en que los files pesan más que nunca y uno se cuestiona si en verdad hubo derecho a elegir. Los otros siguieron ahí, jugando al dominó, hablando de fútbol, de mujeres, apenas si les importaban los abogados, apenas si se daban cuenta de que nos mirábamos. Los otros estaban entonces demasiado vivos para entender que ya nos mirábamos. Ahora comprendo que lo está haciendo, o más bien le pasa sin que ella se dé cuenta de cómo las cosas van sintonizando otra señal, se mudan de concepto como se deshace un lagarto de su piel escamosa. Acomoda hacia los lados el pelo que le cae sobre los ojos, con su gesto nervioso de siempre. Digamos es su gesto cuño, marca de origen, su sello personal. Chiquita por Chiquita. También en esa manera que tiene de manejar con el brazo hacia afuera, gesticulando todo el tiempo que aunque le falte un año para graduarse ella no está para nada, las fiestas de la facultad, el lugar asumido para nuestros encuentros, acumulado todo, incluso lo que podrá pensar la familia, su gesto previsor cuando hace una seña al que viene detrás sin guardar la debida distancia y le indica que doblará izquierda, y entonces sus dos muñecas delgadas, haciendo un esfuerzo tremendo, hacen girar el timón. ¿Y Nina, y Rafa? Dice y se le aguan los ojos carmelitas, se lleva las manos al pecho en un gesto dramático como si ya los dos fueran un relicario perdido. Sus muñecas lucen tan frágiles, tan graciosas al trazar esos círculos imaginarios donde su análisis parece tomar algo de sentido. Ellos entenderán, digo, y el cariño de mi voz suena a eso mismo, a cariño, pero también a puñado de tierra sobre la caja del muerto. Ahora se pone nerviosa otra vez cuando lo ve aparecer como de costumbre, casi de la nada, ¿es Tareco?, pregunta, aturdida, y no espera respuesta, ya sabe que es Tareco oteando las rocas de la orilla en busca de alguna prenda olvidada, con su carrito de los mandados dando trastabillazos, acercándose cada vez más hasta pasar muy cerca del carro y echar un vistazo con aparente aire de desgano. El aura tiñosa se asusta y levanta un vuelo cansado elevándose cada vez más, cada vez más. Cada vez se reacomoda más en el asiento por esa posibilidad remota, pero posibilidad al fin, de que alguien pueda vernos, alguien podría reconocer este Lada viejo que ni cristales oscuros tiene. Mejor ni pensar en eso, ¿no?, anuncia y me mira de frente antes de proponerme el asiento trasero, que ahí se está más cómodo. Una sonrisa lasciva de vencedor al poker parece asomarse a sus labios, igualita cuando habla mal de los abogados. Es verdad que aquí se está más cómodo, incluso entra una brisa fresca por la puerta que he dejado abierta para que salga el humo de su cigarro, aunque también bajé la ventanilla, pero no es lo mismo, por la puerta abierta la brisa entra desde abajo, y sube luego, refrescando todo el cuerpo de un viaje. Cruza las piernas, suspira, tamborilea sobre el asiento al ritmo del Buena Vista Social Club. A ratos me mira por el espejo retrovisor. Todavía no sabe que aquel día, mientras los demás hacían y los veíamos hacer lo de siempre, a ella se le partía en dos el mundo, como una niña cuando se le cae al suelo la mitad de la chambelona. Trato de disimular mi tristeza y luego reviso la boca del río, los edificios del otro lado, la silueta de los pescadores que son solo manchas allá donde empieza el mar de verdad y solo hay agua y más agua y más agua. La colilla rebota de sus dedos y cae sobre la hierba seca y me vuelv a dar risa el salto que da al salirse del carro,como si fuera un muelle delgadísimo, un muellecito deliciosamente femenino preocupado ante el posible incendio. A su regreso me habla de este punto en que las cosas han dejado de ser algo preciso, como si se hubiera declarado un toque de queda y solo quedara ante ella una ciudad desierta con la radio como única compañía posible, la radio y yo. Claro que ahora viene a acomodarse en posición fetal sobre el asiento, con la cabeza recostada a mi muslo, aparta el pelo que trae recogido en una cola abundante y larga, larguísimo su pelo, y casi se abraza las piernas como diciendo cuídame, vete, quiéreme, cállate… permanece. Chiquita versus Chiquita. Me he preguntado tantas veces cómo será sentada en el aula, respondiendo en ese grácil atropello de palabras, con su cabeza inclinada sobre el libro, el respingo que da hasta la postura de joven entusiasta cuando la ven en la calle y ahora aquí, con su blusa arrollada casi hasta la nuca y el sostén desabrochado y mi mano que acaricia su espalda, arriba, abajo, arriba, abajo hasta su cintura estrecha, caderas cubiertas con un pantalón muy ajustado. ¿Hay alguien?, pregunta y sé que en realidad quiere decir cierra la puerta por si acaso. Se corta la brisa de pronto. También mi ternura comienza a ser ahora un acecho sobre el pajarito caído, un fiscal en retirada por el carro que llega y parquea justo en la punta, donde terminan las rocas y se abre una orilla breve, explanada más abajo hasta dar con el mar. Cubro su espalda, la aprieto suavemente contra mí para que no se vaya a incorporar ahora, mientras ellos miran a todos lados y sacan el animal y bajan con cuidado hasta que ya no se ven desde esta altura donde quedamos. Y pienso, qué tal si yo no hubiera estado allí aquel día, entre picaditos y vino barato, qué tal si, por capricho de eso que llaman sino, yo no hubiera alzado los ojos desde las fichas de dominó hasta el carmelita ofensivo de sus ojos. ¿Igual seguiría siendo ella? Las leyes les rinden, dijo, y después de Rafa me reí yo. Me reí menos en la oficina cuando Rafa me dijo es una niña buena haciendo énfasis en el niña abriéndome sin querer un abismo de culpa hasta el buena. Le digo que no hay nadie ahora, que ya se fueron, pero es mentira. Ahora que está boca arriba y me mira de esa manera no puedo decirle que Tareco vuelve a pasar haciéndose el epicúreo y mira más detenidamente, para comprobar lo que somos. ¿Por qué me ves así justo ahora, Chiquita, cuando suenan las maracas y se oyen los cantos, cuando sé que están matando un animal allá abajo? El mar se crispa, se levanta en olas, la línea del horizonte parece más oscura, el sonido de las maracas irrumpe en mi cabeza y ese cargo de conciencia va subiendo por el pecho. ¿De verdad quieres esto?, digo en voz baja, con cierto aire de pesadez. Me acaricia el rostro mirándome desde abajo, ella me mira con ojos grandes, grandísimos y carmelitas, ojos que van subiendo desde su cabeza en mi muslo hasta quedar frente a los ojos míos. Tan cerca duele mirarla y los cierro. Ya está. Ya no me entra por los ojos, me entra por lo oídos con una respiración enérgica, me entra por todas partes con una lengua áspera paladeando mis labios hasta que cesan las maracas y eso es señal de que ya vienen subiendo, una señal que nos lanza a la otra ventanilla. ¿Piensas en Nina? ¿Piensas en Rafa? Yo sé, cada acto de disimulo la catapultea hacia el lado donde los otros chapotean sus vidas plácidamente. Los otros que ahora avanzan con pasos más ligeros, sin bultos, se suben en el carro y al pasar nos miran con indiscreción, casi obligándonos a confesar qué hacemos aquí, como si la culpa del animal muerto fuera nuestra. Lo único que llega ahora es el oleaje, pero a ratos me parece que si me concentro bien podría escuchar el sonido que hace al exhalar el humo del segundo cigarro hacia la nube con forma de velero. También podría ser una mano, una estrella, uno de esos globos como de salchicha. A juzgar por su cara estaba pensando en algo trágico, pero no, la veo mirar hacia atrás, repasar los árboles de la derecha, irse acercando poco a poco, sobre todo porque se abre la blusa para que yo vea. Me demoro un poco mirándolos fijamente, me mojo los dedos en saliva para humedecerlos. Espero. Asumo la responsabilidad de revisar los alrededores para comprobar que los del carro parqueado junto a la duna también andan en lo suyo, que Tareco no se ve por ningún lado y yo puedo, con toda libertad, apretarlos, porque aunque sean pequeños mis manos pueden unirlos y mi nariz olfatear en medio, índice y pulgar de cada mano estrujándolos, duros, durísimos, botados hacia afuera. Su brazo derecho permanece quieto, adonde llegó desde el principio sobre el espaldar del asiento, pero el izquierdo, ese que quedaba por fuera de la ventanilla como cuando maneja, ese viene a apartarme rápidamente porque se acerca alguien, a saber por el crujido de piedrecitas. En mi retirada siento el jalón de su aliento fuerte por el cigarro, veo su blusa cerrarse insatisfecha, suspiro con desgano y los cuento. Son dos mujeres y un hombre vestidos de blanco y lo llevan en uno de esos sacos de malla por cuyos huecos se salen patas, picos y plumas, pero aguanta hasta el final. No se ahoga. Cierro los ojos y me concentro en el ruido de las olas y algo de música que llega, por antojo del viento, desde la otra orilla. Para cuando los abro ya los tres han desaparecido y comprendo que sus ojos me han estado mirando todo el tiempo. ¿Qué vamos a hacer ahora? Y el vamos de su pregunta me corta, me deja sin aire, digamos que habría sido una sorpresa grata si no es por el ahora que marca un antes y un después, una marca de bestia, un destino tremendo donde yo no sabré definir qué ha sido mejor para ella, si el antes o ese ahora del que me está hablando. Yo también fumo del tercero y le imploro que se siente en mis piernas. Sale todo el humo por la misma ventanilla hacia la nube que es ahora nariz de viejo. Me parece que se han demorado mucho los de allá abajo y registro la orilla hasta que los veo subir más lejos, por detrás de los árboles a nuestra derecha. ¿Qué sentido tiene matar el animal?, me pregunta, abrazada con gesto infantil al asiento delantero. Es un aplazamiento del final, le contesto, una transacción abusiva donde el animal ocupa nuestro sitio frente a la muerte. Me conmueve tanto su ingenuidad que no le hablo del otro sacrificio, ese que ya se ha iniciado y que deberá completar por sí misma más tarde o más temprano. Se suelta del asiento y se echa hacia atrás, sobre mí. Lo hago casi por instinto, sin pensarlo, y esto lo supe al sorprenderme levemente con su sacudida. Ya no importa demasiado la hierba seca. Ya no. Ella mira el humito de reojo, pero ni se lo piensa, lo deja ahí, con la esperanza de que se apague solo, solito. Así nos quedamos también mirando el mar. ¿En qué piensas?, pregunta y me doy cuenta de que la superficie está lisa, no hay ni pizca de oleaje, parece ahora una pista de patinaje en la calma tras el aguacero y me asusta la idea de poder caminarle por encima como si no fuese más que una tabla húmeda, tan pulida que puedo resbalar y caer. Darme duro. Mis dos dedos van rompiendo una superficie. ¿De quién es esto, Chiquita? Le susurro al oído y entonces soy yo conmigo, yo en la mujer que es ella y me voy dejando caer de lado, con la boca abierta, mostrando los dientes como un animal feliz. Es tuyo, dice y yo voy moviendo mi dedo en pequeños círculos apenas la entradita. Es tuyo, me responde en lo que la entradita hace pucheros como una boca ansiosa, es tuyo, dice impaciente ahora sin que le pregunte y me doy cuenta de que los otros han quedado fuera en este juego donde puedo ser ella por dentro, es tuyo, repite entrecortada por el zarandeo de mis dedos que salen y entran y le van regando ese tono rojizo por los cachetes y el cuello, venas que saltan también sobre su frente. Su postura formal, esa que es oficial ante los otros, ante la familia, en la facultad, se diluye en esta otra belleza semidesnuda de cuerpo violentado, deformado por la incomodidad del espacio, como si fuera un garabato de mujer pierna sobre el asiento delantero y otra alrededor de mi cadera, por el pelo suelto que hace sudar más todavía y se le pega en el cuello, en los hombros, en la frente. Pinga, grita quizás porque veo su mano tratando de aferrarse a algo que no llegaba nunca, no pares. No pares, dice alegando un abismo ex profeso entre ella y la niña buena de quien me hablaba Rafa en la oficina. No sé por dónde habrán bajado, si nos habrán visto cuando ella jaló mi pelo y pidió le mordiera más duro los pezones, quizás cuando el pantalón se nos enredó en el pie derecho y no salió a pesar de varios intentos y por eso lo dejamos por incorregible. El caso es que las maracas se oyen bastante alto, suben desde la explanada y parece que el mar las recibe porque está lleno de espuma, incluso en la zona donde no es todavía orilla, lo veo a través del cristal donde su boca bajea constantemente y va formando nubes de aliento sobre la espuma, su aliento es barquito, pajarito, florecita en la ventanilla. Mi mano pivotea entre sus piernas y en el bajeo del cristal asisto a la muerte de los otros, a la falacia de sus vidas felices que se ahogan en el último berrido del animal. Así, mete otro dedo, el culito no, míralas, ¿te gustan?, así así, sigue, ven sobre mí, muévete tú también, ¿es tuyo?, pégate más, más duro, así me gusta, ¿de quién es?, suavecito ahora, por fuera, ya, ya… ¿me quieres? Pasan tan cerca, con tanta insolencia miran hacia adentro cuando ella me abraza escondiendo su cabeza en mi cuello por miedo a ser reconocida que me dan ganas ahora de gritarles lo asesinos que son, que el animal no tiene culpa de que ellos sean tan cobardes ante la muerte, que a partir de ahora no serán más que fantasmas en este nuevo orden de cosas. En cambio hay, a mi pesar, un recogimiento al cerrarse la blusa, una impaciencia al sacar el pantalón de debajo de mis piernas, un oteo frenético que me aparta intentando adivinar si Tareco vio algo, si los del carro junto a la duna realmente no estaban mirando. Para el aura tiñosa que se ha vuelto a posar en la punta de la roca es solo cuestión de tiempo, es mejor esperar a que se descompongan esos cuerpos en la orilla. Qué horror. Contemplo la resurrección de los otros en el cigarro que enciende. Todavía no puedo creer que estemos viniendo a este lugar, dice mientras exhala el humo y abre la puerta y metiendo su cuerpo entre los dos asientos delanteros sube el volumen. El vibrato de una voz va como cediendo al final del tema y yo abro las dos puertas de la derecha, me siento en medio si bien me preocupa cada vez menos que alguien pueda verme mientras orino así, en el bordecito, con la brisa del mar entrándome por debajo, sorprendida cuando ella me besa con ternura y me abraza largo y con fuerza, como matando, un poquito más, a los otros.