La casa invisible

Al principio, una duda: ¿debo contar esta historia en primera persona o inventarme como personaje? Si el uso del yo narrativo acerca al lector a lo que se está contando, la segunda posibilidad aumenta la amplitud del narrador. Es más, si soy un personaje, ¿cómo me llamo, yo que toda mi vida soñé con ser David?

La verdad es que llegué a Santiago de Las Vegas un domingo, igual que el domingo en el que escribo que llegué a Santiago de Las Vegas un domingo. Me acompañaban Sandra y Teno, mejor dicho, con David estaban Ema y Gustavo, si fueran personajes. Yo venía de Portugal, Sandra de Chile, Teno de México. Éramos alumnos de la Escuela de Cine. Queríamos ir y estar en Santiago de Las Vegas porque sabíamos que allí había nacido, el 15 de octubre de 1923, Ítalo Calvino, uno de los más grandes escritores italianos del siglo XX, a quien admirábamos mucho. Y aquí mismo, la incertidumbre: al fin y al cabo, ¿qué decir sobre un italiano nacido en Cuba que se llama Ítalo para no olvidarse de que tenía orígenes italianos y que años después escribiría un libro sobre cincuenta y cinco ciudades diferentes que no son más que Venecia?

Replanteo: Ítalo Calvino, uno de los más grandes escritores italianos del siglo XX, nació el 15 de octubre de 1923 en Cuba, en la pequeña aldea de Santiago de Las Vegas, Boyeros, La Habana, a pocos kilómetros del aeropuerto José Martí, principal puerta de entrada y salida del país. Sus padres eran ambos botánicos: Mario, anarquista, Giuliana, pacifista.

David, Ema y Gustavo llegaron a Santiago de Las Vegas un domingo de febrero. Venían de la Escuela de Cine, donde estudiaban, precisamente con el propósito de encontrar la casa donde nació Calvino, a quien tanto admiraban. El objetivo era simple: cada uno de nosotros dejaría una copia de uno de sus libros favoritos de Calvino en la puerta: La leyenda del caballero sin cabeza, Si una noche de invierno un viajero y Las ciudades invisibles. Los tres creían que un gesto simbólico como este actuaría sobre las fuerzas del inconsciente y las sincronicidades y, a falta de más, que se trataba de un acto de gran belleza y que la vida de cada uno sería mejor a partir de entonces, entre el bienestar, el consuelo y la sabiduría. Habían jurado que lo harían la noche anterior, ya muy eufóricos en La Zorra Y El Cuervo, bebiendo cubanitos uno tras otro y escuchando el Sexteto Jazzistico Moderno tocando Las Ciudades y el Deseo, un tema de free jazz compuesto en homenaje al maestro. O al menos esa fue la idea que se llevaron al salir del club, decididos a ir a Santiago de Las Vegas a la mañana siguiente. A todo esto, se sumaba la coincidencia de que Miguelito, el chofer que los había llevado allí, les aseguró que era nieto de Elena, partera de Giuliana, mamá de Ítalo. David sintió entonces que demasiadas sincronías debían tener un contrapunto, un peso en la dirección opuesta, como un balancín que viene de un lado y va para el otro. Y no se equivocó en esa intuición cuando Miguelito no pudo encontrar la casa del escritor y nos dejó frente a una librería con su nombre, cerrada porque era domingo.   El hambre apretaba, y tres boyitos de guayaba comprados a Elías en la Calle 2 nos ayudaron a continuar hasta CNA Dos Hermanos (antigua Cafetería Mozambique), donde tres personas juraron a brazo partido tres direcciones diferentes de la casa donde Calvino había nacido. Una de ellas, llamada Sandra, incluso aseguró a Ema que había conocido a Calvino cuando éste regresó a Santiago de Las Vegas en 1964, para visitar su casa natal, y que él le había dicho: hay que volver siempre, ¿no?; y él volvió como lo hiciste tú, dijo Sandra mirando a Ema. Te he visto aquí antes, insistió. Emma, ​​mayor, me aseguró que era la primera vez, pero hubo un momento en que hasta yo estaba inseguro. De ahí nos dirigimos al viejo cine Siboney donde Gustavo se puso a conversar con otro tipo llamado Elías, que no era el de los boyitos de guayaba, quien decía que la casa de Calvino estaba detrás del agromercado, pasando el estadio de la Escuela Nacional de Hockey Antonio Maceo. Elías estaba seguro de lo que decía, después de todo en esa casona había estado el huerto de todos los jardines públicos de La Habana, como confirmaría Teresa, una mujer elegante, muy anciana que estaba allí sola, sentada, iluminada por un rayo de sol que parecía atravesar todo el follaje de los árboles hasta su cuerpo, vestida de blanco, sentada en el umbral, revelándose como una aparición – los estaba esperando, ya sabía que estaban aquí: vienen a ver la casa y los jardines de Mario y Giuliana, ¿no? – Y ante nuestro asombro, nos contó la historia de su vida, los buenos momentos cuando su huerto abastecía los jardines de La Habana, cuando todos, desde el Presidente de la República hasta el jardinero, alababan sus plantas, y ahora estaba allí solita, esperando la muerte o visitantes ocasionales que, por error o no, pensaban que aquella era la casa de Calvino. Teresa lo había conocido en el 64, él mismo le había asegurado que había nacido allí, en esa casa. Pero nunca tuvo la seguridad.Al final, estábamos confundidos y sedientos. Paramos a tomar un cubanito y, antes de regresar a Santo António de los Baños, dejamos los libros que llevábamos al pie de la frondosa ceiba del Parque José Martí. La incertidumbre se había apoderado de nosotros. Pero sabíamos que poner libros del autor de El Barón rampante debajo de un árbol no era una idea descabellada.

  Eduardo Brito

Eduardo Brito (Guimarães, Portugal, 1977) Poeta, narrador, guionista y realizador cinematográfico. Licenciado en Derecho. Máster en Estudios Artísticos, Museológicos y Curatoriales por la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Oporto. Graduado de la Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños, Cuba, en la especialidad de guion.

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