Directo de la mata

A ella sí que le gustaba el café. Todos los días por las mañanas, en el almuerzo, por la tarde y después de la comida: ella lo tomaba. Trabajó mucho, eso sí. Horas extras, jornadas dobles y tenía otros part-times jobs, para poder comprar los mejores polvos que vendían en el país, y fuera de este. Al principio solo fue una tacita para mantenerla despierta; luego fueron dos, tres…
Dejó sus trabajos.
Optó por convertirse en la voz que más conocía sobre la planta del cafeto y sus productos. Cató y controló la calidad de las mayores de esas empresas y monopolios. Sentía gran satisfacción en su nuevo oficio. Viajó a todas partes del mundo promoviendo las marcas viejas y las nuevas.
Elsa no podía recordar la última vez que durmió. La infusión la mantenía despierta al llegar el cansancio. Llegó a tomar café como si fuera agua. Tenía que soportar los cambios de horarios, vuelos largos en avión, preparar las conferencias -a veces en el camino-; dirigir catas y ventas de café a las que asistía. Su vida entera giraba en torno al grano.
Vivía para tomar. Trabajaba para vivir.
Con el tiempo se adaptó, a mantenerse despierta durante el día. Su eficiencia en el negocio aumentó al poder aprovechar al máximo las veinticuatro horas. Sin embargo, esto tenía efectos indeseados entre aquellos con los que interactuaba. A la vez que el café le brindó las proteínas necesarias para estar en pie, le dio también una energía extraordinaria que le comenzó a causar roces entre sus compañeros de trabajo. La acusaron de estar siempre muy inquieta y acelerada. Todo lo hacía corriendo, deprisa y cualquier ruido le era insoportable. Sus colegas le huían, pusieron sobrenombres y se aprovechaban de su estado. Cuando la veían de espalda la sorprendían solo para poder reírse de ella y escuchar el alarido emitido por el susto.
La remitieron a un médico en el hospital de la ciudad. El doctor le diagnosticó adicción a la cafeína, por lo que le pidieron que se tomara una licencia hasta que se recuperara.
Elsa, entonces renunció.  A su trabajo y a la gente.
Pero no al café. Siempre afirmó que la culpa de su estado no era ese producto. Sin embargo, aceptó las píldoras contra la ansiedad que el médico le entregó. También tomó el volante de la lucha antidroga. Aunque solo lo hizo para demostrarle que su problema no era la infusión, sino el estrés.
Por la noche se comenzó a sentir mal. Culpó su malestar a las pastillas para la ansiedad. Fue a la cocina y calentó un poco de chocolate y lo mezcló con el café y se lo tomó. Tuvo que ir a orinar luego de tomárselo. El susto fue enorme al ver aquel líquido oscuro saliendo de ella, que se levantó sin haber terminado y embarró el suelo. Sin embargo, ya no se sentía mal. Al día siguiente el suceso se repitió por la mañana, y luego por la tarde. Y a la otra mañana. Y lo que comenzó como un suceso aislado, luego se
hizo constante. Cada vez que iba al baño, aquel líquido salía en lugar del pis.
No podía ir al médico, al menos hasta que tuviera dinero para pagarlo o encontrara un empleo con seguro. Casi no podía salir a la calle debido a que tenía que ir al baño demasiado seguido desde que el
odioso líquido negro apareció. El futuro no pintaba muy prometedor para Elsa. El dinero se iba agotando cada día más. Lo peor era que el café iba acabándose también. Ahorró cada sorbo como si fuera el último.
Y este llegó.
Aunque no solo. Lo hizo con el fin del dinero y el comienzo de un estado de abstinencia que la volvía loca. Tanto que una mañana al orinar, en un lapsus de desesperación, agarró un vaso, lo llenó de aquel líquido negro y se lo tomó. Aquello fue como una epifanía que le calentó su interior, bajando por la garganta, laringe hasta llegar a su alma. Era el mejor café que había probado en su vida. Temperatura perfecta, un aroma agradable, excelente acidez, cuerpo y el sabor… qué sabor aquel. Dulce como nada en este mundo y fuerte como el acero. Elsa comenzó a guardar el orine y lo separó en vasijas diferentes en dependencia de la hora en que lo recogía. Se dio cuenta que por mucho “café” que se tomaba, nunca le quitó la ansiedad.
Ella era inmune a su producto.
Entonces decidió venderlo, ya que tomarlo resultaba inútil, y luego comprarse polvo del bueno que le matara su ansiedad.
Plantó su puesto de venta de café en la entrada de su casa. Por las mañanas, había gran afluir de personas caminando hacia las paradas de autobuses, para las escuelas y los trabajos. Pasaban por su lado, miraban y seguían su camino. “La vida sigue igual”, se decía Elsa aún con sus termos tapados. Se mantenía sentada tranquilamente -al menos en apariencia-. Con el paso de los minutos comenzó a mostrar señales de intranquilidad. La sed, y las ganas de tomar café le molestaba en la garganta. Las personas ignorándola, apartaban la vista de ella. Tomó un termo en la mano y lo destapó para beber de él y aunque sea para engañar al estómago y poder aguantar un rato más. El aroma exquisito del orine de Elsa, escapó del termo, se dispersó y corrió de nariz en nariz por toda la calle del frente de la casa. Las personas detuvieron su caminar y aspiraban la adictiva fragancia. Seguían al humo en busca de su origen.
Al momento su puesto se le llenó de consumidores de la infusión. En menos de una hora vendió el café, pero los clientes exigían más. Elsa se sentía contenta porque por primera vez en mucho tiempo, al fin la gente le prestaba atención. Voluntariamente, al menos. Aunque el verdadero motivo no era su persona, sino su producto. Ella tuvo que entrar a su casa a “colar” más café. Agarró los termos y fue directo al baño. Se demoró un poco, desde el exterior se escuchaban los llamados de su clientela. Finalmente los llenó y salió a la calle donde le hacían cola en espera de su innovador producto. Mas esa colada no fue igual a la otra, según ella entendió. El público nunca notó la diferencia, era ínfima, pero ella, como experta catadora, sí lo pudo sentir.
Al mediodía cerró el puesto, a pesar del reclamo de sus clientes. Su producto provocó tal sensación que los consumidores repetían varias veces en el día. Elsa se puso muy contenta por lo que le sucedía. A pesar de eso, la calidad estaba cayendo y la ansiedad en aumento, tenía que tomar algo antes de ponerse a pensar en la solución a su problema.
Salió de su casa y fue a la tienda donde sabía vendían el mejor polvo de toda la ciudad, y compró la cantidad de café que las ventas del día le permitieron. Este era un café diferente… sin embargo, de excelente calidad: incluso mayor que el último que se tomó. Llegó a su casa y puso la cafetera. Bebió de la infusión hasta no poder más. Bebió y orinó durante toda la tarde. El producto obtenido esta vez fue mejor que la vez anterior. De sabor un poco distinto, y el paladar lo agradecía sobremanera pues se sentía más delicioso aún.
Por la madrugada abrió el puesto nuevamente. Enseguida que prendió las luces de su mesita, se le hizo la cola de consumidores locos por devorar aquel líquido negro que ella les ofrecía. Elsa disfrutó al ver las muecas de éxtasis que se les moldeaba en los rostros. A medida que bebían una taza, ya querían otra. Ella no los entendía, aunque realmente nunca le importó.
Las ganancias esa noche fueron enormes en comparación con los gastos. Comprobó que un termo de café que se tomara, le equivalía a la producción de cuatro termos de perfecta calidad para la venta. Después, esta comenzaba a declinar. Detalle que el público nunca llegó a notar.
Elsa notó varias cosas de su nueva condición. El sabor del café que ella vendía dependía del que se tomara antes. No obstante, no podía ingerir diferentes tipos de marcas en una misma jornada porque solamente creaba la última de una de ellas. Y la cantidad de su producción era directamente proporcional a los termos que se bebiera. Aunque solo podía llenar entre dos y tres termos por sentada.
Cada día repetía la misma rutina: ingería el café del día, tiempo de obtención del producto y luego el envase. Poco después salía a venderlo. Las colas, que esperaban por ella, eran larguísimas. Eso la hacía muy feliz. Con las ganancias de su negocio, en alza, Elsa agrandó su patio al fondo de su casa y construyó una cafetería. Contrató dos camareras y ella se quedó a atender la caja. Su éxito pronto tuvo repercusión en toda la ciudad. Tuvo entonces que alquilar un local y lo convirtió en una famosa cafetería con una capacidad de más de mil personas. Se cercioró que ninguno de sus empleados tuviera el vicio del café. Incluso prefirió a los que no tomaran en absoluto la infusión y despedía a todo aquel que probara su producto.
Antiguos compañeros suyos iban a tomar y catar aquella nueva sensación, y se volvían locos con la variedad de sabores y la calidad sin precedentes del producto consumido. En las críticas publicadas online y periódicos locales, se decía que el logro del café de Elsa no estaba en el polvo comprado, sino en su meticulosa confección. El comentario que corría por la calle era que ella mantenía en secreto la técnica utilizada para la confección del café.
De esta manera transcurrieron varios meses y la fama del negocio de Elsa llegó a ser nacional. Como producía sola, casi no podía satisfacer la demanda que tenía. Miles visitaban cada día su cafetería. Comenzó a enviar café a los demás estados de su país. Su producto tenía, además de su gran calidad, la propiedad de no perder la temperatura. Se mantenía caliente fuera de su termo, hasta tres días. Para cumplir con los pedidos, hacía lo que mejor sabía: tomar más café. Ingería el café que compraba. Incluso, para ganar tiempo, comenzó a comerse el polvo sin procesar. En ocasiones masticó los granos como si fueran caramelos. “Lo que sea por el negocio”, decía, “el mundo por el café”.
Una tarde, Elsa se levantó corriendo de la silla en su oficina con terribles retorcijones en el estómago. Fue al baño, se sentó en la taza y trató de expulsar lo que tenía adentro. Al terminar sintió gran alivio en la barriga.
Al rato, placer en su nariz. Placer por el delicioso olor que cundía el cuarto de baño. El aroma provenía de lo que Elsa había expulsado. No eran lo que debían ser, pensó, al menos no como las convencionales. Tenían una forma bastante… conocida, y por raro que pueda sonar, lucían hasta bonitos.
En los noticieros del país no se hablaba de otra cosa que del nuevo biscocho de la cafetería de Elsa. Incluso las noticias sobre los actos de canibalismos recientes, habían pasado a un segundo plano. Hacía un mes desde que salió al mercado y ya había causado sensación en el país. La lista de los encargos, del nuevo producto, era interminable. El precio llegó a ser más alto que el del caviar, y en menores proporciones. La vida de Elsa había dado un vuelco radical. Pasó de ser una don nadie, a tener fama y reconocimiento mundial. Al menos eso creía. Su café causó gran adicción en la población, y los biscochos aún más, al ser más concentrados y hacer la combinación perfecta de cualquier desayuno. Pero nadie conocía a Elsa, el ser humano.
Tuvo que abrir pequeñas sucursales por su nación para poder satisfacer las demandas y atender a la mayor cantidad de público. Pronto la gente comenzó a interesarse, mucho más, por la receta del famoso café. Los científicos hacían experimentos, pruebas de ADN y otros experimentos para descubrir el cómo y el por qué el café hecho por ella tenía aquel sabor. Elsa nunca se enteró de los comentarios de las personas, hasta que un día en el baño, mientras producía un nuevo lote de biscochos, revisó las páginas en internet en la que hablaban sobre su empresa.
–Estos sabores solo son posibles de crear mediante mezclas de diferentes clases de cafetos genéticamente modificados…
–No hemos logrado determinar qué especie de cafeto utiliza. Las pruebas de ADN no han dado resultados concluyentes…
–Esa señora debe tener un sótano subterráneo donde construyó un equipo especial para preparar la infusión. Debe ser una nueva técnica que mantiene en secreto. A lo mejor, incluso, una nueva especie de cafeto, algún injerto único en su tipo…
–Debemos conocer cómo se hace este café…
–A lo mejor lo mezclan con drogas…
–debe ser algo mejor que el café…
–tenemos que saber cómo se hace. Nos los tiene que decir…
El que nunca la mencionaran a ella, la molestaba, y que la llamaran “señora”: eso era un grave insulto a su persona. Ni siquiera conocían su nombre, lo único que les interesó siempre fue su café. Elsa se asustó al pensar lo que harían si se enteraban de la verdad. Su preocupación se tornó paranoia. Llegó el momento en que tenía que producir tanto que no pudo salir de su casa. Construyó un muro de tres metros alrededor de esta. Alambres de púas. Puertas y rejas de acero. Contrató guardias. Solo se sentía segura, para producir, dentro de sus muros. Sin gente alrededor suyo.
Llegó el momento en que no podía salir sin que tropezara con personas que la detenían para pedirle que le revelara su secreto. También periodistas que la entrevistaron para solo hablar del porqué ella no desmentía nada de lo que se decía en internet. Millonarios y filántropos del mundo llegaron a la puerta de su casa ofreciéndole fortunas enteras a Elsa por su secreto.
Quien jamás reveló nada. No podía.
Aquella no era la vida tranquila que se imaginó al iniciar la venta de su café. Pensó una vez en dejar de vender y se le armó una manifestación frente a su casa, en señal de protesta. Sus mismos empleados a veces las encabezaron. Ninguno quería perder el empleo de sus vidas. Elsa amasaba la fortuna suficiente para comprar el café que necesitaría el resto de su vida, mas no la paz para disfrutarlo.
Ya no trabajaba para vivir, sino que vivía para trabajar.
Trató de engañar a la prensa diciendo las técnicas y equipos que utilizó para su producto. Pero fue en vano. Por mucho que intentaron reproducir su fórmula, nunca lo consiguieron.
Eso fue lo peor que pudo pasar. Los paparazzis se sintieron ofendidos y decidieron obtener la fórmula secreta por las malas. Comenzaron por poner más cámaras en los edificios cercanos a la casa de Elsa, para grabar lo que sucedía en su patio. Le colocaron micrófonos en la ropa. Incluso pidieron al gobierno que pusiera una ley para que aquel con negocios con técnicas de vanguardia -como el de ella-, tuviera que dar el know-how de su producto. Para su tranquilidad, esto fue, por supuesto, rechazado y en vano. Nunca hallaron nada que comprometiera el secreto de Elsa. Aquello los enfureció e hizo que se esforzaran aún más y realizaran lo que estaba en sus manos con tal de sacar a la luz el secreto mejor guardado de ese país.
Al cabo de las semanas, había cuatro reporteros presos por invasión a la propiedad privada. Otro murió tratando de entrar a la casa lanzándose en paracaídas desde un avión. El muy tonto puso una cámara en la mochila y el paracaídas no se abrió.
El segundo fallecido se asfixió con el metano de las alcantarillas en inútil intento de penetrar desde abajo. Lo peor de todo aquel circo, fue que los vecinos ayudaron a los periodistas, a cambio estos debían compartir con ellos el secreto de los ricos cafés y biscochos de sus desayunos y meriendas. Elsa no sabía ya qué hacer. No podía sentarse tranquila a ver la televisión ni salir a pasear o tomar el aire. Manejó durante varios meses su negocio desde su casa/prisión. Allí producía y enviaba lo confeccionado en camiones a su cafetería. Las compras de las materias primas las hacía online. Su mayor placer se había convertido en una espada de Damocles encima de ella.
Una noche se cansó. Decidió que si ella no podía ponerle fin a ese tormento, entonces serían ellos. Mandó a los guardias a su casa, desconectó todas las alarmas y dejó abierta una ventana: la del baño. Asumió que era una buena hora para comenzar a producir. Bebió un termo de café, masticó granos tostados, y con un periódico se dedicó a esperar a los periodistas y atrevidos que quisieran escalar la ventana para observar la producción en pleno proceso. Al cabo de una hora, el aroma de dos termos de buen café cubano y tres suculentos biscochos que escapó volando por la ventana, levantó más de una nariz de los que vigilaban en la acera como tiburones.
Escuchó ruidos en la pared. “Alguien está escalando”, pensó, “tengo que apurar este lote”. En lo que el producto salía, el avezado periodista llegó a la ventana y vio el final del proceso. Se quedó atontado al ver la verdadera y rosada máquina del café. La cámara fotográfica que traía, lanzó un flash y grabó en la instantánea el proceso.
Elsa respiró aliviada.
A la mañana siguiente, en las noticias escuchó el testimonio del periodista. El muy tonto, dio una versión equívoca de lo visto. El mundo se le vino abajo… Cuando pensó que no iba a pertenecer más al negocio cafetero, y estuvo dispuesta a irse; ellos querían exactamente lo contrario. El periodista le atribuyó propiedades afrodisiacas extras al método de elaboración del café. Hombres y mujeres, se volvieron locos al escuchar que aquella maravilla que habían probado, era nada menos que su orgasmo. Al ver aquello, agarró corriendo su cartera, llamó un taxi y le ordenó al chofer que la llevara al hospital con la ilusión que allí la curaran de aquel mal; y allá se dirigió.
Una vez ahí, buscó al mismo doctor que le recetó las pastillas para la ansiedad. Él no la reconoció al instante. Elsa se tuvo que presentar y entonces él le pidió que lo acompañara a su oficina.
—He escuchado que ha tenido bastante éxito, Elsa. ¿A qué viene hoy? ¿Le funcionaron las pastillas aquella vez?
Si respondía, nuevamente la conversación giraría alrededor de su café. Así que decidió darle una vuelta a su respuesta.
—Precisamente por eso vengo a verlo. Esas pastillas fueron las que ocasionaron este suceso. Hay algo mal en ellas, Doctor.
—No entiendo, ¿cómo es eso?
Elsa le contó al doctor cada detalle de lo sucedido. Este la miraba de forma cada vez más rara.
—Nunca he visto nada parecido. He de confesarle que había escuchado algo sobre ese café maravilloso, pero nunca lo asocié con usted.
—¿Nunca vio mis fotos? ¿No le pareció nada familiar o raro?
Otra vez eclipsada por su producto.
—No le voy a mentir, aunque a decir verdad, últimamente he visto muchísimas cosas que nunca antes me habían pasado. Han ingresado muchas personas con adicción extrema a la cafeína. Incluso han llegado dos que se comenzaron a comer entre ellos. Déjeme hacerle unos análisis y regrese mañana para darle los resultados.
El facultativo la recostó en una camilla y le pidió a una enfermera que le buscara una jeringuilla para extraerle un poco de sangre. La enfermera regresó al poco rato con lo solicitado. Le colocó la banda elástica en el brazo y le palmeó las venas para verlas bien. Acto seguido procedió a insertarle la aguja y extraer. Nada salió, ni siquiera pudo llevar atrás el émbolo.
—¿Qué pasa? —Preguntó el doctor.
—No sé, me pareció haber cogido bien la vena y no sale nada. Parece que la aguja está tupida.
—Cambia la aguja. Disculpe, Elsa. ¿Y ahora? —dijo, dirigiéndose nuevamente a la enfermera.
—Nada. Lo mismo.
Elsa se miró el brazo, exactamente en donde le habían clavado la aguja. En su lugar, lo que había era un punto negro. Un suave olor a café comenzó a sentirse en la habitación. La enfermera cerró los ojos y aspiró aquel aroma. Notó que el doctor comenzó a mirar su brazo con detenimiento y tragaba saliva constantemente. Le ordenó a la enfermera salir a buscar algo que Elsa no pudo escuchar qué era. Elsa se quitó con el dedo la manchita negra donde había estado la aguja y se limpió en la mesa. Al notar que sus movimientos eran detallados de forma muy extraña, pidió permiso para ir al baño. En cuanto salió de la oficina miró por la ventana hacia adentro y vio cómo el médico lamía una otra vez la zona de la mesa donde Elsa se limpió la sangre de su brazo. Al momento se desvió hacia donde estaba el camión para regresar a su casa.
Pensó sobre aquel suceso durante el camino de regreso. Llegó ya de noche. Al final se convenció que el problema era la cantidad de café que ella tomaba. Ella solo quería que la gente la aceptara por cómo era. Pensó que con el dinero y la fama lo iba a lograr. No pudo estar más equivocada, lo único que les interesaba de ella era su orine. Ella era prescindible, o mejor, era una máquina sin nombre ni personalidad. Sintió que el médico y la enfermera, esa vez la tomaron más en cuenta de lo habitual. Incluso demasiado, no por su café o la fama de este. Esta atención era más personal. Será por eso, se preguntó mientras observaba su brazo, aquello no era sangre. “¿Me estaré convirtiendo en una máquina, de verdad?”… Elsa se asustó. Eso tenía que cambiar. Tenía que desintoxicarse, sacárselo de su sistema. No sabía cómo. La única solución que hallaba era salir del país e irse a alguno en el que pudiera pasar desapercibida. Donde no tomaran café. En el fondo, estar libre de la bebida le parecía imposible. Pospuso por el momento su sueño de ser querida y respetada por todos. Si algún día, lugar o de alguna manera encontrara la forma de hacerse notar, entonces lo haría. Esa fue su determinación cuando se armó de valor e hizo la llamada. Preparó las maletas y su pasaporte. Recogió dinero de su caja fuerte y se dispuso a esperar a que amaneciera
Llamó un taxi, el cual llegó más rápido de lo que había imaginado. Recordó que ni siquiera se había lavado ni maquillado. Desde adentro le gritó que la esperara. Tenía miedo que fuera otro obseso que quisiera estar a solas con ella, pero eso era preferible a la turba perpetua frente a su casa. Recogió varias hebillas de la gaveta, y dos o tres mudas de ropa al azar, sin fijarse siquiera en colores que combinaran -eso lo haría en el taxi-, su cartera, documentos y puso las alarmas. Antes de salir echó un último vistazo de despedida a su casa/celda y echó a andar de una vez, para no arrepentirse.
Al abrir la reja de su casa, estaban, como de costumbre, muchos periodistas de los diferentes canales del país. Vio el taxi parqueado en el otro lado de la multitud. Se armó de valor y caminó entre las cámaras, grabadoras y manos que la acariciaban para ir de su piel a la nariz del propietario. Nadie le impedía el paso, aunque caminaban más pegados a ella que su propia sombra. Al verla acercarse, el conductor le abrió la puerta con expresión compasiva. Una vez que su cliente hubo entrado, cerró la ventanilla y pasó seguros a las puertas.
—Al puerto, por favor —dijo Elsa y comenzó a tratar de arreglarse el pelo y el maquillaje.
—Cómo gustes, Elsa. Lo importante es que estaremos solos un buen rato.
Aquella era la voz del doctor. Lo que ella confundió con un taxi, había resultado ser el auto de su médico.
Tal fue el susto que se llevó, que al tratar de sacar a toda prisa la mano del bolso para abrir la puerta y escapar, se hincó un dedo con una de las hebillas. La carne se abrió, dando paso a una sustancia color pardo, que inundó el interior del auto con un olor similar al del paraíso. Aquello espantó aún más a Elsa. El médico interrumpió su alocución y quedó con la mirada fija en la pequeña herida. Ella no sabía qué hacer. Intentó salir, pero ya el auto había sido rodeado.
Lo último que vio fue al doctor lanzársele entre los cristales de las ventanas del auto, rotas por la jauría de enceguecidos periodistas, que mientras en mayor medida se hallaban embarrados de aquel paradisíaco elíxir, lanzaban más feroces dentelladas.
Y aquel olor se esparció poco a poco, casa por casa, persona por persona. Todos salieron cual predadores a devorar a su presa.

  Abel Guelmes

Ciudad de La Habana, 1986. Narrador

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